miércoles marzo 27 de 2024

Las dos caras de la globalización

Jorge Emilio Sierra Montoya

 Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

 Por primera vez en la historia del hombre, el mundo -al decir de McLuhan- se ha convertido en una aldea. El avance extraordinario de las telecomunicaciones lo permite: en la sala de nuestras casas, en nuestra habitación u oficina, podemos ver, a través del televisor o por internet, qué ocurre en los más alejados rincones del planeta, sea un partido de fútbol en España, una manifestación pública de estudiantes en Egipto, un robo en algún supermercado de la ciudad, la captura o juicio de aquel funcionario corrupto o de ese temido terrorista o narcotraficante. Por fin “el mundo es un pañuelo”, como aseguraban nuestros abuelos.

Es la globalización, claro está. La aldea global, según suele llamarse. Lo que ha traído enormes beneficios para todos, naturalmente en términos de la mejor calidad de vida que llevan consigo los espectaculares desarrollos científicos y tecnológicos en salud, transporte, educación…, como cualquiera de nosotros lo puede constatar en el uso generalizado de los teléfonos celulares, los medicamentos requeridos para el tratamiento efectivo de un sinnúmero de enfermedades, el aumento en las expectativas de vida de la población, etc.

He ahí la cara positiva, amable, de la globalización. Pero también está la otra cara, negativa y aterradora, que refleja por todos lados la crisis mundial, a la que ninguno de nosotros puede ser ajeno. Tenemos que abrir los ojos para ver la cruda realidad, apreciados lectores.

De lo positivo a lo negativo

La crisis social es evidente. Salta a la vista en las calles urbanas, donde jóvenes profesionales van en busca de empleo, sin conseguirlo; en los niños que mueren de hambre, por desnutrición; en la violencia que campea a sus anchas, dejando más y más huérfanos, más y más viudas, más desolación y más sangre.

Entretanto, y mientras los medios informativos registran las ganancias exorbitantes de grandes compañías o la riqueza incalculable de unos cuantos empresarios que se convierten por ello en modelos para la sociedad, la pobreza se extiende aquí y allá, sobre todo en los países del Tercer Mundo, a pesar del crecimiento económico que a diario reportan las estadísticas oficiales.

Crece la brecha entre ricos y pobres, sea al interior de las naciones, con la desigualdad social que en América Latina es la mayor del planeta, o sea a escala universal, entre el Norte y el Sur, todo porque los beneficios de la globalización se concentran en pocas manos, igual que las tecnologías de punta, gran motor del desarrollo. Tales son los cuestionamientos que formula Joseph Stiglitz, con la autoridad de su Premio Nobel de Economía, en el libro “El malestar en la globalización”.

La crisis económica es pan de cada día, tanto que los llamados ciclos, con sus períodos de auge y declive, de alza y caída, se han ido acortando en las últimas décadas, lejos de transcurrir siquiera diez años sin desatarse otro caos financiero global con el desplome generalizado de las bolsas de valores, con cuantiosas pérdidas de ahorradores e inversionistas, con pánico en los mercados, con retrocesos notorios en la lucha contra el desempleo y la pobreza, para mencionar algunos de sus devastadores efectos incluso sociales.

Y qué decir de la crisis política, con dirigentes partidistas que pululan en las cárceles, con regímenes totalitarios que todavía subsisten, o con la pérdida de legitimidad del sistema democrático al transformarse la contienda electoral, fundada en la soberanía popular y el carácter sagrado del voto por el cabal ejercicio de la libertad individual, en un mero asunto de marketing, de simple negocio, al margen de las cuestiones ideológicas que son consideradas obsoletas, mandadas a recoger.

En el fondo, crisis moral…

Afrontamos, pues, crisis políticas y crisis económicas o financieras, crisis sociales y, lo que es peor, crisis de valores, una profunda crisis moral, evidente en la propia estructura de la familia como fundamento de la sociedad, en la pérdida generalizada de la honestidad, en el relativismo ético, en la manipulación de embriones y en el abuso de los derechos humanos, como si los deberes no existieran.

La crisis moral es, sin duda,  causa por excelencia de las otras crisis (ambiental, política, económica y social) a las que acabamos de aludir. Y es apenas lógico que así sea. Al fin y al cabo las bases de toda organización social son sus principios éticos que al ser eliminados provocan el desplome del edificio, aunque éste sea un edificio inteligente, tenga modernas oficinas y exhiba, con orgullo, avisos multicolores, como los que deslumbran en Broadway o Shangai.

Sin moral, es bien sabido, la sociedad se va a pique, según lo comprobaron las investigaciones de Toynbee sobre la evolución de los pueblos.

(*) Director de la revista “Desarrollo Indoamericano”, Universidad Simón Bolívar –

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