Contraplano Las salas de espera de Otto Morales
Por Orlando Cadavid Correa
Medellín, 31 de Mayo_ RAM_ En las numerosas entrevistas que concedió el inolvidable Otto Morales Benítez, a lo largo de su fecunda existencia, el periodista que lo llevó con más habilidad a hablar solamente del arte de escribir –que él llamaba “esa larga y humilde paciencia”– fue el experimentado colega Edgar Artunduaga Sánchez.
Gracias al diálogo entre el caldense y el huilense supimos que el notable hombre público –autor de más de ciento cincuenta libros— solía aprovechar su permanencia en las salas de espera de los aeropuertos para avanzar en la redacción de su obra en ciernes. En todas partes cargaba papel y lápiz para no perder tiempo precioso por el mal estado del tiempo o el incumplimiento de las aerolíneas.
Para Artunduaga, el hijo más famoso de Riosucio fue el escritor más descomplicado para redactar. Gran parte de sus libros, de sus ensayos, y documentos periodísticos y políticos fueron “craneados” en los referidos terminales.
Conversador por excelencia –“yo soy comadrero”— Morales escribía en máquina eléctrica, igual o mejor que la más experta de las mecanógrafas, con los diez dedos, impecable, aunque también lo hacía a mano, en papelitos, en libretas y a toda hora. Siempre que se acordaba de algo importante, tomaba lápiz y papel, si a la mano no estaba la máquina de escribir o el ordenador.
A diferencia de otros escritores de profesión, el teléfono no lo molestaba. Respondía llamadas y hablaba sin parar para luego retomar el hilo sobre lo que estaba escribiendo.
Salía de la oficina de la Torre Colpatria, cumplía diligencias, asistía a reuniones y continuaba desarrollando su vocación, porque según sostenía con convicción y sin pedanterías, “escribir es una larga y humilde paciencia” que ejerció desde siempre.
Don Otto, en síntesis, ejerció el oficio de escribir en medio del bullicio, a cualquier hora del día o de la noche, y en las circunstancias más adversas o difíciles. Ese ejercicio lo aprendió muy bien en Medellín, en sus tiempos de periodista, al lado de Belisario Betancur, Juan Zuleta Ferrer y Raúl Echavarría Barrientos, entre otros.
Decía que en las redacciones de los periódicos había que escribir rápido y en máquina, aún las cartas de renuncia.
Recordaba que “a la redacción llegaban los políticos, los artistas, las gentes de sociedad, quienes habían sufrido atropellos, los deudos de víctimas, de tragedias, etc. Era un ambiente de debates, de reclamos, de gritos, de grandes magos de la conversación”.
Contaba que en esas salas de redacción trabajaban con mística y entusiasmo los artesanos de la palabra., Morales aprendió a escribir en medio del bullicio y la algarabía, atendiendo seres hetereogéneos y por eso los aeropuertos se convirtieron después en sitios ideales para su escritura.
El dueño de la carcajada más prestigiosa del país fue un escritor y un hombre profundamente disciplinado. A las cinco de la mañana se levantaba y a esa hora diseñaba los esquemas o trazaba las pautas sobre las que se proponía escribir. Mientras no tuviera plena claridad sobre el tema, no aplastaba las teclas de su máquina. Le tocaba enfrentar, como sucede a todos los buenos escritores del mundo, el gran reto de la página en blanco. Era la pelea a puñetazos entre el escritor y las palabras.
No hay duda de que esa disciplina aprendida en el periodismo le permitió a Morales mantener viva su intensa producción literaria, interrumpida apenas con sus clásicas y sonorísimas carcajadas, sus consejos a sus amigos en interminables conversaciones telefónicas y en medio del atafago de sus quehaceres como abogado y su vinculación y coqueteos a la actividad política. De otra maneta sería imposible.
La apostilla: En su libro “El oficio de escribir”, Artunduaga, nuestro pupilo, evoca así a este gran hijo de Caldas que acaba de cerrar su ciclo vital cuando estaba a dos meses largos de cumplir sus 95 años: “Nadie se imaginaba que este sesudo abogado, autor de densos ensayos sobre derecho, fuera en su vida privada un extraordinario y relajado exponente del mejor mamagallismo garciamarquiano. Sus carcajadas contagiantes resonaban en los salones donde las lanzaba a todos los que las escuchaban, de esa sorprendente vitalidad que lo acompañaba como un huracán”.