jueves diciembre 5 de 2024

Cómo acabar con la fiebre antiinmigrante

Durante casi un mes, los estadounidenses han estado atentos al inicio del gobierno de Trump, con toda su malévola incompetencia. Empezando por los tuits matutinos hasta las noticias del día y los programas nocturnos de comedia, muchos observan, se inquietan, se mofan y después se van a dormir, algunas veces con sobresaltos.

Otros se quedan despiertos, pensando que podrían perder a su familia, su empleo y su hogar. El presidente los ha denigrado llamándolos criminales, aunque no lo sean. Son personas que han tratado de construir vidas honestas en Estados Unidos y de repente son tan temibles como los prófugos. Esperan los golpes en la puerta, los agentes de negro, las esposas, el viaje en el auto policial y la celda. Son personas a quienes les aterra que el gobierno estadounidense los encuentre, o a sus padres o a sus hijos, les pida sus papeles y se los lleve.

Cerca de 11 millones de personas viven sin documentos legales en este país. De repente, por un decreto presidencial, todos son prioridades de deportación, todos son presuntos delincuentes, a todos se les amenaza con destruir sus vidas, junto con las de los miembros de su familia. Su fin podría llegar en cualquier momento.

Esta no es una representación abstracta ni caprichosa. No son noticias falsas. Se trata del Estados Unidos de hoy, de este mes, de esta mañana.

En El Paso, Texas, van por una mujer a un tribunal, donde ella había estado tratando de obtener una orden de protección; parece ser que el hombre que la maltrataba reveló su condición a los agentes migratorios. Cerca de Seattle, a un joven de 23 años que estaba protegido contra la deportación y tenía un permiso legal para trabajar conforme al programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por su sigla en inglés) se lo llevan, acusado de ser miembro de una pandilla. Él lo niega frenéticamente y su abogado presenta documentos que sugieren que los agentes alteraron su testimonio para involucrarlo falsamente.

Otra beneficiaria del DACA, Daniela Vargas de Jackson, se encierra en casa después de que los agentes detuvieron a su padre y a su hermano. La madre de cuatro, Jeanette Vizguerra, busca asilo, sola, en el sótano de una iglesia en Denver. Un grupo de hombres latinos se va de un refugio para indigentes dirigido por una iglesia cerca de Alexandria, Virginia, los rodean una decena de agentes migratorios que los interrogan, escanean sus huellas digitales y arrestan a por lo menos dos de ellos.

Los defensores del presidente Trump dicen que las cifras de arrestos de la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE) son similares a las del presidente Barack Obama, un enérgico deportador en jefe. Tal vez sea cierto, por el momento, pero hay un mar de diferencia en el contexto. Las promesas de campaña de Trump, su oleada de órdenes ejecutivas en materia de inmigración, incluyendo su prohibición de entrada a los viajeros provenientes de ciertos países musulmanes, tienen un común denominador. Reflejan su falta de juicio, de sentido común, su rechazo a prioridades de cumplimiento de la ley que hagan énfasis en la seguridad pública y el respeto a la constitución.

En cambio, le dan prioridad al miedo.

Con Obama, se le ordenaba a ICE y la Patrulla Fronteriza que se concentraran en arrestar delincuentes que habían cometido delitos graves y a aquellos que suponían un riesgo a la seguridad nacional. Trump ha eliminado estas limitantes para impulsar su “fuerza de deportación”. Quiere triplicar la cantidad de agentes de la ICE. Quiere revivir los acuerdos federales para facultar a los oficiales de policía estatales y locales para que funjan como agentes migratorios. Quiere aumentar el número de la base de detenciones y estimular el auge de las prisiones privadas.

Esa visión es la que Donald Trump comenzó a esbozar al principio de su campaña, cuando difamó a todo un país, México, llamándolo exportador de violadores y narcotraficantes, y a toda una religión, el islam, como un nido mundial de asesinos. Esta es la bandera de los asesores de Trump, Stephen Bannon y Stephen Miller, quienes han llevado el mundo de la extrema derecha, con su cepa nacionalista blanca, a la Casa Blanca.

¿Qué más provocará la satanización y deshumanización de los que nacieron en suelo extranjero sino un Estados Unidos más blanco? Han escuchado las mentiras de Trump: que los inmigrantes son una amenaza, cuando son un beneficio. Que los homicidios están al alza, cuando están disminuyendo. Que los refugiados ingresan sin trabas al país, cuando son las personas que pasan por el veto más estricto al cruzar nuestras fronteras. Que esos inmigrantes y refugiados son terroristas, cuando son los que están padeciendo el terror.

Para aquellos que aceptarían oponerse a la administración, hay mucho por hacer y poco tiempo. El Congreso de Estados Unidos no es una garantía. Los demócratas están superados en número, alzan la voz, pero hasta ahora su resistencia es simbólica. Los republicanos están divididos principalmente entre aquellos que evitan el tema y los que vitorean a Trump.

Los estados y ciudades tienen libertad de acción. Muchos reconocen el peligroso ambiente antiestadounidense y están luchando por proteger a sus poblaciones de inmigrantes. Se están negando a permitir que los oficiales de policía se unan a las huestes de deportación, y están alistando asistencia jurídica y otro tipo de ayuda para los migrantes. De manera falsa, el gobierno de Trump llama infractores de las ciudades santuario a estos lugares y amenaza con retirarles los fondos federales en represalia. No está claro qué medidas puede tomar la administración ni quién ganará las batallas legales derivadas de estos actos.

El sentimiento antisantuario, antiinmigrante y antiasilo no solamente se limita al poder ejecutivo federal. Los gobernadores y legislaturas de los estados republicanos bloquearán los fondos de las ciudades demócratas que están a favor de los inmigrantes, retrocediendo en la matrícula para residentes del estado y otras políticas que favorecen a los migrantes, y sumándose a la causa popular de cumplimiento de la ley de Trump. Esta batalla tiene muchos frentes.

El otro contrapeso disponible, además de los tribunales y la constitución, es el poder popular. Las protestas y las acciones públicas incentivarán a los demás a participar y le infundirán ánimo a las personas más vulnerables. Si los senadores y diputados pueden mostrarse valientes entonces las iglesias, las universidades, las escuelas, las organizaciones de caridad, los sistemas de salud, las empresas, los productores agrícolas y los artistas lo harán también.

Los días de protestas en los aeropuertos por la prohibición musulmana provocaron una sorpresa magnífica, un levantamiento espontáneo de estadounidenses que dijeron: “Esto no es lo que somos”. Piensen en el poder que tiene eso. Piensen en el mensaje que enviamos si el “día sin migrantes”, en el que los trabajadores nacidos en el extranjero se quedaron en casa, se convirtiera en una semana o un mes.

Además está el secretario de Seguridad Nacional, John Kelly, quien —con base en su testimonio en las audiencias de confirmación— entiende a América Latina y reconoce la locura del cumplimiento militarizado e indiscriminado de las leyes migratorias. No hay claridad sobre su postura respecto al eje Trump-Bannon-Miller. Sin embargo, Kelly podría usar su poder para el bien.

Una alianza de aquellos que reconocen la amenaza que supone Trump para la identidad estadounidense podría oponerle resistencia, para acelerar el día en que la fiebre ceda.

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