martes marzo 26 de 2024

Empeliculados

 Por Augusto Restrepo

Bogotá, 31 de marzo_ RAM_ Continuamos empeliculados. En Cartagena de Indias fue convocada la sexagésima edición de su Festival de Cine entre los miércoles 11 y lunes 16 del mes en curso. Avianca nos transportó desde el diez, nos inscribimos para el evento y nos fuimos al Barrio Getsemaní, caminamos sus calles, nos impregnamos de su ambiente bohemio y gastronómico durante varias horas. Esta zona cartagenera es preferida por el turismo joven europeo y colombiano y debe ser obligado itinerario para los visitantes de nuestra siempre sorprendente Cartagena.

Miércoles 12 de marzo. Tratamos de conseguir boletas para la exhibición de la premier nacional de la película «Esperando a los bárbaros», rodada en inglés, basada en una obra del Premio Nobel surafricano J. M. Coetze, que no he leído, pero que tiene el atractivo de que su versión para cine es dirigida por el colombiano Ciro Guerra y  que contó con la actuación de destacadas figuras del celuloide internacional. La rosca cartagenera y la del mundillo del cine restringieron con avaricia las entradas para la función de apertura en el Teatro Adolfo Mejía. No obtuvimos invitación, pero no nos amargamos, por cuanto nos libramos de los discursos llenos de lugares comunes de los funcionarios oficiales nacionales y departamentales, cuyo contenido ustedes pueden imaginar. Algún día veremos la película en las salas comerciales, si es que sus recintos no terminan convertidos en iglesias para los sobrevivientes del virus que quiere coronar a toda la humanidad.

El día doce, jueves, seleccionamos cuatro películas para nuestra jornada, que comprendió desde el medio día hasta la media noche. Felices augurios, porque lo que vimos resultó de pareja calidad. Las salas abarrotadas, en especial de público joven, despreocupado y expectante. Un documental chileno, con excelente fotografía, de Patricio Guzmán, sobre filmaciones de la época de Pinochet y la arremetida callejera contra los chilenos contradictores del dictador. Una película colombiana de estreno, Salvador, que a mí me gustó, por el tratamiento sicológico del personaje central., que desenvuelve su drama con el fondo de la toma del Palacio de Justicia por el movimiento subversivo M19 en 1985. Dirige esta ópera prima César Heredia, bogotano. Seguimos con «And then we danced», que se podría traducir como Solo nos queda bailar, una producción sueca-georgiana, dura, dramática, con impecables actuaciones y un tema no apto para estómagos delicados, excluyentes y conservadores. No adelantamos más porque hay que verla en la pantalla grande en la época post virus, si es que la hay. Y terminamos con un clásico del alemán, de culto ya, Werner Hersog, Fitzcarraldo, de 1982, filme que despertaba toda mi inquietud y que no había tenido oportunidad de apreciar. Respondió a nuestras expectativas, máxime cuando tuvimos a Hersog en persona, a tiro de piedra, en un merecido acto de reconocimiento por parte del Festival. Este Fitzcarraldo es uno de mis personajes inolvidables del cine. Un magnate cauchero que pretendió construir un teatro en plena selva amazónica para aspirar a contratar a Caruso, es un idealista que merece los altares.

Cuando llegamos al apartamento ese jueves y sintonizamos el último noticiero de la noche, el coronavirus ya era una realidad en Colombia. Y nosotros nos habíamos codeado en el casco histórico y en los cines con gentes de claro acento español, italiano, alemán, inglés. Pero nos dijimos;» esto no es con nosotros». Dejaríamos de ser del trópico si no hubiéramos pensado de esta manera.

El viernes llegamos a las taquillas y se nos notificó que el Festival había sido clausurado. Desconcierto, desilusión. Pero bueno. Cartagena se abre a múltiples experiencias. Fuimos a conocer La Serrezuela, el nuevo centro comercial, que nos impresionó por su osadía arquitectónica. Edificados sus locales en rededor de la placita de toros centenaria, es un homenaje a la tradición taurina de la ciudad caribeña y a la construcción maderable. Las calles aledañas, al regreso, desoladas.

El sábado, almuerzo cartagenero en un aireado apartamento de Crespo con mi mujer Sonia Cristina, María del Pilar Gaviria, Gloria Vélez, y la anfitriona y ya casi cartagenera por adopción, Delfina Morales. Cotilleo entre manizaleño y costeño. La sociedad cartagenera, su crema y nata, tiene cierta innegable similitud con la ídem manizaleña.  Y ya el tema recurrente era el COVID-19. Empezaba nuestra participación en una película, cuyo principio de guión conocemos, pero no el intermedio y no sabemos el final.

El domingo las playas de Bocagrande estaban surtidas de turismo. Bajamos a la del frente del apartamento y nos instalamos en las carpas de veinte mil pesos, unos cinco dólares por la estadía. La mirada hacia el horizonte solo se distraía por las ofertas de los vendedores, decentes y discretos, que querían realizar con nosotros «en el nombre de Dios», que es como denominan su primera venta. Sonreían, daban las gracias. Conseguían el pan de cada día. Turistas suecos nos entretuvieron con su visión de Colombia, Felices con nuestros paisajes y gentes. Almuerzo en un restaurante cercano, casi que codo con codo con extranjeros locuaces y gastones. Ya el dólar volaba. En la noche dominguera, abundante información sobre el coronavirus. Decretaron el toque de queda en el centro histórico. Ya era indefectible: éramos actores, como ustedes, los que han llegado hasta este párrafo, de una película que no tenemos la menor idea de cuándo terminará. Ni por qué nos hemos ganado, con ustedes, este casting indescifrable.

El lunes al asomarnos al ventanal, triste desolación. Habían ordenado el cierre de las playas de Bocagrande. Los vendedores de mango y de piña, de los camarones y de las ostras, las artífices de las trenzas para las vanidosas turistas, los vendedores de artesanías, pulseras y collares, en fin, los habituales del sol y la arena por más de doce horas, se quedarían sin el sustento diario. El principio de una gran tragedia. Se nos estrujó el corazón.

Nuestro avión de regreso a Bogotá decoló hacia las nueve de la noche del lunes. Con tres horas de anticipación llegamos al aeropuerto. ¡Qué tal que dispusieran de nuestras sillas!. A pesar de que ya se conocían las estrictas medidas para evitar aglomeraciones, no menos de quinientas personas nos hacinábamos. Tosesitas, estornudos en varios idiomas, tapabocas, sonrisas descubiertas de quinceañeras, llantos de niños, risas, todo parecía una feria, un circo. Nada parecía indicar que estuviéramos todos bailando en una danza macabra. La película en que nos metimos o nos metieron ya tomaba un rumbo definido. Las autoridades sanitarias o policivas en Cartagena y en Bogotá, hicieron mutis por el foro. A las doce de la noche desempacábamos maletas en nuestro domicilio.

Mi mujer en las horas de la tarde del martes se sintió acatarrada. A cada estornudo, la miraba con preocupación.  El joven médico acudió hacia la media noche. Diagnóstico inicial: un resfriado común y silvestre. El aire acondicionado, que hace estragos entre los andinos. Acetataminofén, mucha agua, gárgaras, descanso, reclusión absoluta y si le aparecía tos seca, de inmediato acudir de nuevo al servicio médico. Hoy, once días después, goza de cabal salud. Pero empeliculados. En absoluto enclaustramiento hasta el 13 de abril. Empeliculados y un poco paniquiados, para que negarlo.

No sabemos cuántas muertes ha ocasionado el virus chino. Evitamos saber el número. Pero rebujando libros, y sin que tenga que ver lo uno con lo otro por razones obvias, reencontré el excelente relato «La explosión del volcán» del connotado escritor caldense Octavio Hernández. La explosión dejó un saldo de más de veinte mil muertos en Armero. El Profesor Hernández le puso como epígrafe a su libro unas palabras de Gabriel García Márquez, que bien pudieran figurar en la presentación de nuestra película, la nuestra de ahora y la de ustedes, cuyo Gran Guionista, no nos ha querido señalar fecha para que aparezca la palabra FIN. Pero cuando llegue, porque algún día tiene que terminar el rodaje, es posible que lo de nuestro Gabo, sea una esperanzadora realidad: «Ni los diluvios, ni las pestes, ni las hambrunas, ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos, y los siglos, han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte».

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