Iconoclasta,contestatario,transgresor
Por Augusto León Restrepo
Cada vez que muere alguien del entorno familiar se agiliza la memoria comunitaria de la tribu y el fallecido es el centro de conversaciones por algunos contados días hasta que llega la verdadera muerte que es el olvido, han escrito así los poetas, olvido que atormenta como suplicio a quienes viven en función de la posteridad. Si vivió mucho, cualquiera que haya sido su edad, o sea, si existió, sus cercanos no acaban de contar sobre las peripecias de su paso por este mundo. Si se levantó, se bañó, se lavó los dientes, se peinó, desayunó, almorzó, cenó y regresó a la cama, es decir, si solo vivió, también se habla de él, pero con frases recortadas y de compromiso funerario.
El personaje al que me voy a referir existió en toda la extensión de la palabra. Hay quienes sostienen que el sitio geográfico donde a uno la madre lo trajo a estos despeñaderos, informa su modo de ser. Cierto o no cierto, un pueblito perdido en las montañas de Cundinamarca, Viotá, de relativo renombre por ser epicentro de movimientos políticos revolucionarios, lo vio nacer y le imprimió carácter, lugar exótico para quien provenía de familias paisas. Parece ser que su padre Ezequiel, esposo de Genoveva, fue andariego con códigos jurídicos bajo el brazo y buscaba ser escribiente de juzgados de aldeas y que le quedara tiempo para soñar en verso y cultivar la molicie creadora. Ezequiel lo llevó con sus hermanos Rubén Darío, Yadira, Leticia, Estella y Marta, todavía de brazos, a Apía, al occidente del Risaralda, donde su progenitor a los 42 años murió. Luego Anserma, Manizales, Bogotá y Medellín fueron el escenario de quien hasta en sus últimas conductas siempre pareció como de Viotá: rebelde, contestatario, iconoclasta, inquisidor, anarquista, transgresor. Pero sobre todo, libre. Ni siquiera cuando fue subalterno para ganar la subsistencia sintió que lo fuera, subalterno. Jamás inclinó su cerviz, «ni sus vertebras de cobre hicieron genuflexiones», para apelar al verso juvenil de William Ramírez Tobón.
A quien me refiero y me referiré es a Mario Francisco Restrepo Londoño, mi primo hermano, quien hace una semana dejó de existir en Medellín. Mario, una vez terminado su bachillerato fue a dar a Bogotá. Y allí le brotó la vena literaria. Produjo poesía, cuentos y teatro y creo que trató de vincularse al Nadaísmo. Esto lo intuyo porque en los anales del movimiento fundado por Gonzalo Arango, hay en concreto una fotografía de Nereo del año 1959 -Mario Francisco había nacido en el 40- en la que aparecen en la Plaza de Bolívar, en pose para la Revista O’Cruzeiro de Brasil, además de Mario Francisco, Elmo Valencia, Gonzalo Arango, Dina Merlini, Moisés Melo, Patricia Ariza, J. Mario Arbeláez, Fanny Buitrago, Luis Darío González y Carmen Payón y porque cuando le conté a Eduardito Escobar de su fallecimiento, se acordaba de él y sabía de sus poemas. No lo recibieron en el Nadaísmo, o se hizo a un lado. En 1961 apareció en las páginas literarias, cuando se ganó el primer puesto de los Juegos Florales de Salamina, «Agripina Montes del Valle», con su cuento Manuel José, ciudad a la que lo acompañé a recibir la Violeta consagratoria, la misma que empeñó para suplir los viáticos que le negaron. No solo de cuento vive el hombre. Desertó de la carrera de Derecho, regresó a Medellín, y como tenía que yantar, a la par de hacer poesía se dedicó como pionero al cultivo de codornices. Y publicó en la Revista de la U. de Antioquia unos poemas que fueron celebrados y unas imaginativas obras de teatro para niños, cuando de pronto !plop!, hizo mutis por el foro y no quiso escribir mas. Entró en escepticismo agudo, no volvió a tomar licor, rehuyó los temas literarios y se dedicó durante largos años a la lectura, al silencio casi absoluto, sospecho que desapareció sus escritos y eran pocos los que tenían acceso a sus cogitaciones.
En los últimos años, dijéramos cinco, me ví con mi primo contadas veces. En Bogotá, en Los Faroles de Manizales aplaudiendo a los bailarines de tango, en Otraparte, el Museo de Fernando González, en Envigado y en eventuales celebraciones familiares. Y retomábamos tantas y tantas jornadas de infancia y de juventud, cuando con mi otro primo, William Ramírez, los tres, creíamos que fuera de Cristo, Freud y Marx y por los laditos Sartre y Camus, no había salvación. Mario Francisco, con monosílabos, respondía a mis provocaciones religiosas, políticas, filosóficas. Pero, a veces entraba en libertina euforia y lanzaba rayos y centellas contra todo lo divino y lo humano. Y con su humor arsenical y de verdulera borracha hacía ruborizar a las primas y sobrinas que se santiguaban como en los tiempos de upa. Y vean como son las paradojas. En los últimos meses, sin contarlo, salvo a quien fue su comprensivo y solidario refugio de todas las horas, su mujer Clarita Mejía, quiso retomar su vocación literaria y comenzó a rebujar baúles a ver si algún escrito suyo se había salvado de su escepticismo destructor y hasta le dio por asistir a los talleres de X504, el Poeta Mayor del Nadaísmo, a quien vi, a sus 85 años de edad, en actitud beatífica -Jaime Jaramillo Escobar es el santo laico por excelencia- frente al cenizario de Mario Francisco, su adelantado discípulo. Y volvió a sus andanzas teatrales como asesor de grupos en lectura y búsqueda de textos. Es que lo recuerdo como devoto y asiduo del Festival de Manizales en el que en maratónicas jornadas trataba de agotar el tema. Sus cenizas ya reposan, según su voluntad, en el Cementerio Libre de Circasia, donde fueron llevadas por Clarita y su hijo Mateo, la última «finca» de Mario Efe, según sus palabras.Pero quedan, deben quedar sus escritos que nos permitan acercarnos a sus iluminaciones. Aun cuando, nunca lo sabremos, preferirá su olvido y el silencio sabio en el que se refugió en vida y que ahora lo acompaña en la soledad de los muertos. Camarada y amigo, hasta siempre.