martes marzo 26 de 2024

Digo yo…

Por Augusto León Restrepo 

Bogotá, 30 de agosto_ RAM_ La verdad es que se me ensombrecen las teclas del computador, o serán las pupilas, cuando me preparo para desenvolver algunas reflexiones alrededor de la actualidad nacional. Este desajuste visual, que me dificulta escribir, que es muy parecido al anegarse de los ojos, obedece a la desolación que me ocasiona el tema por abordar. Hoy, lo que me asalta y me conmueve, es tener que referirme de nuevo a la desestabilización de Colombia, por la reaparición de la violencia desbocada en sectores demarcados de nuestra geografía, donde a diario se producen masacres u homicidios colectivos o como los quieran llamar, muertes al fin y al cabo, gratuitas e ignominiosas, con cadáveres que allí yacen, de jóvenes ¡por Dios!, que buscan efectos políticos o de terror innominado y de siegas de vidas, que carecen de justificación, cualquiera que sea la que ella se busque. Cortes de cuentas de los narcotraficantes, retos de las disidencias de las Farc y del ELN con cínicas razones políticas, dominios de territorios con fines de tráfico, simple bandidaje que producen desalojos y desplazamientos, asuelan indefensas poblaciones y comunidades inocentes.

Los lectores de Eje 21 que acostumbran leerme, se habrán dado cuenta de que en los años comprendidos entre el 2012 y el 2016 fui reiterativo, casi que hasta el cansancio, sobre que la muerte no podía seguir enseñoreándose por campos y ciudades, como resultado del enfrentamiento entre la subversión y el Estado colombiano, que la vida es sagrada y que, si hay que pactar hasta con el diablo para salvar una sola, eso es lo correcto.

Y que festejaba con fanfarrias e izada de bandera, que a través del diálogo se buscara terminar con el duchado de sangre de más de cincuenta años, que solo dolor, lágrimas y desesperanza había producido en su gratuidad asesina. Miles y miles de muertos y de desarraigados de sus tierras y aldeas no nos enseñaron que la violencia es el camino equivocado e ignominioso para imponer credos o idearios. Ni que lo poco que se ha logrado, vale la pena fortalecerlo y blindarlo en vez de insistir en hacerlo trizas o desconocerlo con perversidad ostensible.

Esa misma posición que manifestamos con relación a las conversaciones con las Farc, las hicimos públicas con todos los procesos de diálogos en busca de la utópica paz, desde los gobiernos de Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper, Andrés Pastrana, Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos. Aplaudí de pie, en mi casa, en las plazas, en los parques, con mi familia y mis amigos cercanos, cada entrega de armas, cada desmovilización de combatientes, de guerrilleros, de paramilitares, de bandas delincuenciales de comunas y barrios, que cambiaban sus inútiles acciones asesinas por reincorporación a la sociedad, y su contribución al difícil y tortuoso camino de búsqueda de una paz estable y duradera.

Escribí emocionado y conmovido, que, con El Silencio de los Fusiles, que con oportunidad periodística y objetividad fue cinematografiado para la posteridad por Natalia Orozco, junto con el monumento, Fragmentos, de Doris Salcedo, se aportaba la cuota simbólica desde el arte, para que los jóvenes, en especial, no volvieran a caer por las balas fratricidas. Y que ni soldados ni guerrilleros, por motivo alguno agonizaran en las batallas ni en las aleves celadas que agigantaran la tragedia que considerábamos, si no superada, por lo menos apaciguada por los aires de convivencia que empezábamos a respirar por todos los confines.

Pero no. Hoy hemos retrocedido en el tiempo. Y si bien los acuerdos de La Habana sacaron de la guerra al más grande exponente de la subversión, la sangre de jóvenes sacrificados por los ignominiosos crímenes que hemos presenciado en los últimos meses, nos remueve las entrañas. Ante un Estado y un gobierno ineficaz e impotente, que debe responder ante todos nosotros por su debilidad y su ausencia de resultados para enfrentar a los nuevos actores de la violencia restablecida. De cara frente a los gobernados, sin subterfugios ni eufemismos vergonzosos.

Ante este panorama nos rebrotan las mismas inquietudes e incógnitas, que nos han nacido a través del tiempo. Antes eran las Farc, los responsables a la mano. Ahora, el narcotráfico. Sí. Innegables los vínculos de la subversión y de los grupos al margen de la ley, con el flagelo. Pero es que reemplazó la ausencia del Estado, con sus atractivas ofertas económicas y su sometimiento armado de la población. El aumento innegable en los cultivos de coca, es también ahora el coco. Con el añadido de la minería ilegal, en busca del demoníaco oro. Comodines a los que se acude, con la ausencia de la aspersión química de los cultivos, como causantes de los muertos. Pero como que no hay relación de causalidad en el predicado. Como no la hay en atribuirle la causa del desamparo y de la desolación de la Colombia remota a los Acuerdos de La Habana. Es el gobierno, que con la irritante ausencia de resultados y de inteligencia de las fuerzas legítimas contra el bandidaje anárquico y plural, el que asoma como el principal responsable de estas deprimentes circunstancias. Así de claro y contundente.

Una pregunta suelta, señor Presidente Duque: ¿El más presupuestado y costoso ejército de Latinoamérica no es capaz, con su inteligencia y su armamento y sus tropas, de poner en jaque al narcotráfico?. Soy el primer agradecido admirador de los sacrificados miembros de nuestras fuerzas armadas. Pero los territorios en conflicto están ocupados y dominados por los asesinos y criminales. Y no han servido los gringos asesores e invasores. Ellos también son responsables de esta ineficiencia ostensible.

Y nos preguntamos de igual manera: ¿esas plantaciones cocaleras, su producción gigantesca, ¿cómo llega a las narices de los adictos de Nueva York, Washington y San Francisco e intermedias?. ¿El poderoso imperio, su aviación, su armada invencible, se ha dejado contagiar de la inerte capacidad represiva de los militares colombianos?. ¿No será oportuno mirar hacia los traficantes y vendedores de armas?. Nunca se hace referencia a ellos. Sospechosa indiferencia. Y a todas estas, ¿no será hora señor presidente Duque de que le ponga trabajo a su canciller y al embajador en los Estados Unidos, para que nos tramiten la llegada de los Cascos Azules de la ONU y nos extiendan su fuerza coercitiva, su manto protector y sus estrategias para que se nos proporcione y haga efectiva la paz a los colombianos, como derecho de obligatorio cumplimiento y deber por parte del Estado?. Digo yo…

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